Friday, July 07, 2006

Piratas


La brisa fresca murmuraba, casi imperceptible.
Cúmulos de nubes ocultaban a ratos el fulgor de una luna inacabada, que proyectaba las sombras de la primera hilera de palmeras sobre la suave arena de la playa.

La noche era propicia.
La marea estaba de su lado.
Así lo pensaba Ransome cuando, con el alma en vilo y la espada alerta, corría a lo largo de la orilla.
Por alguna razón, sintió como si las cicatrices que marcaban su cuerpo se estremecieran; heridas sin número que testimoniaban una vida de rapiña, embrutecimiento y vileza.
Una vida que, a partir de esa noche, confiaba en dejar atrás.

El pequeño esquife, que lo esperaba adecuadamente oculto entre los recodos de los bajíos, se escoró un poco cuando recibió su peso.
El lujoso cofrecillo que llevaba entre las manos, apenas desenterrado minutos antes, fue a parar junto a varios otros, de diversos tamaños y opulentos adornos, y también cubiertos aquí y allá por restos de tierra.
Sólo unos instantes después, sus brazos, bronceados y poderosos, ya impulsaban los remos con rítmica determinación.

Ahí, a prudente distancia del traidor encanto del arrecife, se encontraba su barco, el viejo navío que había capitaneado durante largos años, colosal silueta sobre un mar estrellado.

Mientras las palas batían el agua con vigor, acercándole a su nueva vida, no podía apartar del pensamiento a cierta dama, cuya belleza inaudita había hecho de su recia alma de corsario un voluble lugar de incertidumbres, como si hubiera vuelto a nacer convertido en un hombre diferente.
A punto de entrar en la cuarentena, se encontraba viejo para aquella vida.
Aunque su cuerpo seguía siendo robusto y conservaba todo su vigor, sentía que su cabeza estaba ya en otras lides, bien distintas a las del sable y el fuego.
Y una mujer, después de todo, era la culpable.
Berenice, cuyo corazón, inopinadamente, le había elegido a él, un proscrito.
Berenice, cuya belleza impar podía rendir al mundo a sus pies.
Berenice, cuyo rostro, cuyo cuerpo, no eran, no podían ser, estaba convencido, de este mundo.

Ahora estaba a unas pocas decenas de metros del navío.
Podía ver en detalle su contorno.
Todo estaba tranquilo.
Seguramente, a esta hora, Bedford y Blyne habrían cumplido sus instrucciones. Ambos, junto a otros leales, habrían reducido a los pocos hombres que quedaban a bordo, con certeza tan asombrados de lo que sucedía que no habrían opuesto resistencia alguna.
Mejor así.
Ellos, y también los que ahora abandonaba dormidos en tierra, habían vertido su sangre junto a él en numerosas ocasiones, y no les deseaba mal alguno.
Pero no podía estar seguro de ellos; no podía confiar en que comprendieran.
No podía arriesgarse. Tal vez no le hubieran permitido partir.

El esquife se arrimó, con un leve, sordo golpe, al costado del buque.
Ransome asió el largo cabo que, muy convenientemente, le habían tendido desde lo alto, y así aferrado, con sus piernas caminando sobre el curvo entablado, comenzó a ascender.
-Todo va bien -pensó.

Un último impulso lo llevó hasta lo alto.
Superó el barandal de un brinco y se plantó por fin en cubierta, algo jadeante, bastante cansado.
La tenue luz de un único fanal amarilleaba desde el centro de un reducido círculo de luz.
Había más silencio del que esperaba.

Cuando levantó la vista, las vio.
Desde la oscuridad, las bocas de varias armas de fuego le apuntaban.
Ya no oía sino el fuerte batir de su propio corazón.

-¿Bedford?
- Sí, capitán.
-¿Blyne..?
-Aquí estoy, señor.

El silenció se hizo dueño de todo durante unos instantes.

Luego, aún conociendo la respuesta, Ransome tuvo que preguntar.

-¿Por qué..?

Una de las voces que antes se había expresado, volvió a hablar.
-Usted lo sabe. Somos piratas, señor.

Se oyó el nítido amartillar de un arma. Otras le siguieron.

Después, habló la otra voz.
-Es la ley.

Ransome no temblaba cuando la estruendosa descarga lo destrozó, arrojándole implacable, violentamente por la borda.
Ya estaba muerto antes de que lo devorara la negrura del mar.


G.B.
Julio 2006

(Dedicado a Rodol y a Jaku)